Los fusilamientos, junto con todo tipo de barbaridades cometidas, es quizás el mas terrible de los recuerdos de nuestra pasada guerra y causa, hoy en día, de tremendas controversias. La gravedad del tema hace necesario ahondar en el estudio lo que sucedió entonces, por la necesidad de recuperar la verdad de los hechos y con la esperanza de que no se puedan repetir.
Así, primero arcabuceados, luego acribillados con el mosquete y más tarde con los distintos modelos de fusiles, miles de personas irán pereciendo gracias al poder expansivo de la pólvora y de su capacidad de propulsar proyectiles. Unos morirán en los campos de batalla, a menudo sin saber las razones por las que estaban luchando. Otros morirán delante de los paredones, a causa de las descargas de los piquetes de ejecución.
En las sociedades en las que ha existido o existe la pena de muerte los verdugos profesionales siempre han sido pocos. Y el número de artefactos de ejecución (garrotes, guillotinas, sillas eléctricas...) limitados. Al contrario, una de las particularidades del fusilamiento es que se lleva a cabo con un instrumento del que existen millares de ejemplares: todas las sociedades cuentan con sus unidades de infantería provistas de fusiles, a las órdenes de sus respectivos oficiales. Esta fácil disponibilidad de instrumentos de ejecución y de ejecutores listos para utilizarlos (entrenados para recibir órdenes sin cuestionarlas), ha hecho que las víctimas de fusilamientos sean mucho más numerosas que las de otros sistemas de ejecución.
El fusilamiento, además de ser la forma más habitual de ejecución en los códigos de justicia militar, ha sido también la principal forma de ejecución de la población civil por parte de los militares. Y no sólo por parte de los ejércitos invasores o colonialistas: a menudo el ejército de un país ha sido el mayor verdugo de su población. Es un hecho que se ha repetido en las distintas revoluciones armadas y en los golpes de estado promovidos por militares.
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